-José Luis Íñiguez Granda-
Celestina, Madre de la Patria.
“En la lucha por la independencia, nosotros -la actual República del Ecuador— no tuvimos jefes de primera magnitud como los tuviera singularmente Venezuela en las figuras excelsas de Bolívar y Sucre. Pero en cambio tuvimos mujeres, como va dicho.
Mujeres en los preparativos o sea en el 10 de agosto, con la famosa doña Manuelita Cañizares, una amable persona que creía en la eficacia de la alegría y del amor aun para el servicio de las más grandes causas. Tenía una casa central en la que, según Pareja Diezcanseco «disponía de alcobas reservadas a la clandestina alegría de sus amigos». Cuando se estudió en Bogotá el proceso seguido en la capital del Virreinato de Nueva Granada contra los proceres de agosto, se halló prueba bastante para comprobar cómo, a diferencia del Juramento del Juego de Pelota francés, estas vísperas del 10 de agosto nuestras fueron una cosa alegre y jaranera, que culminó en la destitución de Manuel Urríes, conde Ruiz de Castilla, de la Presidencia de Quito; y el entronizamiento de una Junta soberana, que defendería esta audiencia propiedad de «nuestro amado monarca Fernando VII El Deseado, contra la rapacidad sin freno del odiado y plebeyo Corso, Napoleone Buonaparte, que había entregado el trono de la muchas veces secular monarquía española de Derecho Divino, a su hermano José, Pepe Botellas».
Presidente de la Junta Soberana sería designado Juan Pío Montúfar, marqués de Selva Alegre; vicepresidente, el obispo de Quito, José Cuero y Caycedo; y la integraban, además de algunos proceres auténticos, como Salinas, Morales, Riofrío, Quiroga, Matheu y otros, los aristócratas de título comprado: los marqueses de Solanda -el del famoso hallazgo del tesoro de Atahualpa-, de Selva Florida, de San José, de Villa Orellana, de Miraflores... Todo lo que, con título de Castilla, había en la paupérrima colonia.
Manuela Cañizares, que con su nombre benemérito preside ahora colegios normales, preparadores de maestras, fue una promotora, con intención o sin ella, pero con mucho ánimo, humor y amor, de las primeras jornadas de la emancipación.
La <<Amable Loca>> de Bolívar
La otra Manuela de la libertad. Manuela Sáenz, «Colibertadora», Libertadora del Libertador, como se la llama, se halla también en los orígenes heroicos de nuestra historia. De puro amor por el héroe. Pero de un héroe de la libertad. No de un torero, de un boxeador o de un millonario. No tampoco de un opresor de pueblos, como muchas mujeres de la historia griega o la historia romana que, a través de Plutarco, tanto y tan románticamente han influido en nuestra historia: no Artemisa o Aspasia, menos aún Cleopatra, la devoradora de guerreros y tiranos. ¡Qué lejos de Jacqueline Kennedy o Evita Perón, las heroínas de la «modernidad». Nuestra Manuela amó al héroe pequeñito y moreno, febril y lascivo, acaso menos por el sexo, que por el deslumbramiento de la causa a la cual el héroe se había entregado en dación total de sus potencias.
No tuvimos héroes con espada en las luchas por la libertad. Tuvimos, sí, heroínas con abanico y miriñaque, ojos asesinos y valor para dejarlo todo, para ir por sobre todo -en una sociedad hipócrita, traga hostias y cuenta chismes- como era esa de nuestras aldeas grandes metidas a ciudades como lo eran por entonces Caracas, Bogotá y hasta la misma Lima, con sus tapadas y su aún mayor gazmoñería y lisura.
Porque esta Manuelita, la «amable loca», como la llamara su amante, estaba casada con un -¿flemático?- médico inglés, Mr. Torne, con el cual había cometido matrimonio, porque era linda y no quería, como era de rigor en las damas de sociedad desmaridadas, quedarse para vestir santos. No sentía, ¡cuándo ella! Vocación de Mariana de Jesús... Otrora paisana suya, con matrimonio y todo, la marquesita de Solanda... Bueno, en esto hay que oír al señor Ángel Grisante, cumanés como el gran mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre... Hombre para suelto de lengua este historiador venezolano... Pero, nadie desafirma que la célebre Marianita Carcelén no esperó mucho, pocos meses, para darle sucesor —un general Barriga— al máximo estratega de las guerras emancipadoras...
De esta Manuela Sáenz, Toutles proportions gardées se puede decir, como López Velarde dijera de Cuauhtemoc: «única heroína a la altura del arte». Por razones muy diversas, por cierto. A la altura del arte: la ha cantado Neruda, nuestro mayor poeta en el idioma; Rafael Pineda, hombre de la joven poesía, la interpreta en un lúcido poema en prosa. Y como exegetas, ha tenido en primer lugar al fino y buido intérprete de lo humano del hombre, Alfonso Rumazo González. Y, desde la otra orilla, amoroso y poético también, W. von Hagen -puede no satisfacernos del todo- en su tan conocida Las cuatro estaciones de Manuela. Y el nuevo arte, el cine, la codicia.
¿Alguna consecuencia, alguna derivación de esta verdad incontestable? Porque en nuestra raíz, nacional ecuatoriana, es el hombre el que «nace de una costilla de mujer», al revés de lo que dicen ocurrió en las pampas del Paraíso, en el primer acto del drama de la manzana y la serpiente.
Vamos a intentar, arbitrariamente, y fuera de los posibles cánones y recetas de una academia de la historia, una interpretación basada en los hechos de nuestros anales:
Desde los tiempos indianos, no fuimos país macho, país engen-drador. Fuimos país-hembra, país que concibe, país de entrañas fértiles. Y luego, país maternal, país que recibe, no país que da. Así, las Amazonas, a la orilla de un río que nos quieren quitar nuestros hermanos, recibían a los maridos una vez por año, quedaban preñadas y todas ellas parían... Otra vez mujeres, para la continuación del amor, del engendramiento y del parto sin fin.
Así, Paccha la shyri, la «señora» de los quitus. Su padre muere, ella asume el poder de sus gentes. Pero es para entregarlo al gran varón engendrador, vencedor de su raza y de su estirpe: Huayna-Cápac el grande. Y todo, ¿para qué? Para cumplir su misión de paridora, de madre, y es madre de Atahuallpa, del rectificador del error de su padre, al dividir el imperio. Entonces, Paccha, la quiteña, es la creadora del imperio del Tahuantin-Suyo. La restauradora de la unidad del mundo. Ella, la india quiteña, todo amor y sexo, es la verdadera madre, la auténtica matriz.
Manuela Cañizares es la surcidora de voluntades, no solamente como lo hiciera la gran alcahueta, madre de la hispanidad, la madre Celestina; sino apoyando el anhelo libertario de la mayor parte de sus amigos frecuentadores de su casa. Allí, entre besos y alegría, los hombres que elevarían su voz en el desconcierto de la última etapa de la colonia española, pusieron la primera marca de la emancipación, que sería borrada con sangre en la «hora del pueblo, la hora verdadera» el 2 de agosto de 1810.
Y Manuela, Manuelita, que no es madre de ningún hijo de la carne, es en cambio la gran engendradora, madre-amante, del gran venezolano que en medio de la vorágine de la ingratitud, la deslealtad, la traición, la perfidia, lo protege del amor y de hombría, como en la tenebrosa noche septembrina de Bogotá, culminación de todos los horrores de la cobardía, la maldad y la infamia.
En esa noche, la Manuelita estéril para concebir y parir hijos, parió una segunda vez al libertador, al que los asesinos, en la sombra cobarde, entre velones funerales, quisieron matar en Santa Fe de Bogotá, porque los opacaba tanta grandeza y tanta gloria.
Manuelita Sáenz representa bien al Ecuador en la gesta de la Independencia, emparentándonos así con las heroínas francesas: la santa Genoveva, salvadora de París y la santa Juana de Arco, salvadora de la monarquía francesa. Acaso las separa una diferencia: la de la doncellez, tan cara a San Pablo... tan sospechosa a Voltaire...”
Benjamín Carrión, El cuento de la Patria: Breve Historia del Ecuador.
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